sábado, 4 de agosto de 2012

Nacimiento de la República China

DE LAS DINASTÍAS A LA REPÚBLICA CHINA
De acuerdo con la tradición, el pueblo chino se originó en el valle del Huang He o río Amarillo. Las leyendas hablan de un creador, P’an Ku, al que sucedieron una serie de soberanos celestiales, terrestres y humanos.
Pese a que las pruebas arqueológicas son escasas, se han encontrado restos humanos que datan de hace 460.000 años; el cultivo de arroz se inició en la China oriental aproximadamente en el 5500 a.C.; y los restos arqueológicos que demuestren la existencia de vida política datan del año 1766 a.C.
La tradición dice que los Xia (1994-1766 a.C.) fueron la primera dinastía china hereditaria, que sólo desapareció cuando fue expulsado su último gobernante debido al poder tiránico que ejerció sobre su pueblo. Sin embargo, no hay restos arqueológicos que confirmen esta historia; la primera dinastía de la cual hay evidencias históricas es la Shang.
Desde estas primitivas épocas, las dinastías hereditarias fueron el sistema de gobierno impuesto en China, que generalmente caían y eran sustituídas por otras. Estas dinastías llevaron una política de expansión territorial mediante un sistema de vasallaje y el fortalecimiento de una clase guerrera.
Durante la dinastía Zhou (1122-256 a.C.), nacen las grandes escuelas filosóficas chinas. Confucio creía que los sabios gobernantes de ese periodo habían trabajado para crear una sociedad ideal, por lo que intentó crear una clase de caballeros virtuosos y cultivados que pudieran desempeñar los altos cargos del gobierno y guiar al pueblo a través de su ejemplo personal.
Las doctrinas del taoísmo, de Laozi y Zhuangzi -la segunda gran escuela filosófica existente durante este periodo- desdeñaban el sistema estructurado que preconizaban los confucianos para el cultivo de la virtud humana y el establecimiento del orden social. Abogaban por un retorno a las comunidades agrícolas primitivas, en las cuales la vida podía seguir un curso más natural.
Una tercera escuela de pensamiento fue el legalismo. Razonando que los grandes desórdenes del  momento exigían nuevas y drásticas medidas, los legalistas abogaban por el establecimiento de un orden social basado en leyes estrictas e impersonales, que rigieran cada aspecto de la actividad humana. Para reforzar este sistema propugnaban el establecimiento de un Estado rico y poderoso, en el cual el soberano tendría una autoridad incontestable. Los legalistas instaban a la socialización del capital, el establecimiento del monopolio gubernamental y otras medidas económicas designadas para enriquecer al Estado, reforzar su poder militar y centralizar el control administrativo.
El reino de Qin (siglo IV a.C.), uno de los estados periféricos emergentes del noroeste, se embarcó en un programa de reformas administrativas, económicas y militares, siguiendo las doctrinas legalistas y una generación después, los Qin habían sojuzgado a los demás estados. De esta dinastía deriva el nombre de China, y con él nacerá un nuevo período, el de la China Imperial.
Pero las crisis políticas sumadas a la problemática social y económica (esclavitud; pobreza del campesinado; grandes terratenientes con ejércitos privados) llevó a guerras internas por el poder y sustitución de unas dinastías por otras. Paralelamente creció económicamente y comenzó a comerciar con Occidente.
El siglo XIX estuvo caracterizado por un rápido deterioro del sistema imperial y un crecimiento continuo de la presión extranjera desde Occidente y más tarde desde Japón.
El tema de las relaciones comerciales entre China y Gran Bretaña dio lugar al primer conflicto serio. Los británicos estaban ansiosos por expandir sus contactos comerciales más allá de los límites restrictivos impuestos en Cantón. Para llevar a cabo esta expansión, intentaron establecer relaciones diplomáticas con el Imperio chino de la misma forma que existían entre Estados soberanos en Occidente. China, con su larga historia de autosuficiencia económica, no estaba interesada en incrementar el comercio; además, desde el punto de vista chino las relaciones internacionales, si tenían que existir de alguna manera, debían ser según un sistema tributario en el que se reconociera la hegemonía china. Por otra parte, los chinos estaban ansiosos por detener el comercio del opio, que estaba socavando la base fiscal y moral del Imperio. En 1839, oficiales chinos confiscaron y destrozaron grandes cantidades de opio de barcos británicos en el puerto de Cantón y aplicaron fuertes presiones a la comunidad británica de esa ciudad. Los británicos se negaron a restringir aún más la importación de opio y las hostilidades surgieron a finales de 1839.
La primera guerra del Opio terminó en 1842 con la firma del Tratado de Nanjing.
China había sido vencida y los términos del tratado garantizaban a Gran Bretaña las prioridades comerciales que buscaba. Durante los dos años siguientes, tanto Francia como Estados Unidos obtuvieron tratados similares. China vio estos tratados como desagradables pues eran concesiones dictadas por bárbaros ingobernables; sin embargo, su sumisión a las cláusulas comerciales respecto a la expansión del comercio estaban muy por debajo de las expectativas de las potencias occidentales. Tanto Gran Bretaña como
Francia encontraron pronto ocasión para renovar las hostilidades y durante la segunda guerra del Opio (1856-1860) aplicaron la presión militar a la capital de la región en el norte de China. Se firmaron nuevos tratados en Tianjin en 1858, que extendieron las ventajas occidentales. Cuando el gobierno de Pekín se negó a ratificarlos, se reabrieron las hostilidades. Una fuerza expedicionaria franco-británica penetró hasta Pekín. Después de que el palacio de Verano fuera incendiado como venganza por las atrocidades chinas infligidas a los prisioneros occidentales, se firmaron las Convenciones de Pekín, en las que se ratificaban los términos de los tratados anteriores.
Estos tratados, conocidos en su conjunto en China como los "tratados desiguales", determinaron las relaciones chinas con Occidente hasta 1943, cambiaron el curso del desarrollo social y económico chino y obstaculizaron de manera permanente la política de la dinastía Manchú. De acuerdo con sus disposiciones, los puertos chinos se volvieron a abrir al comercio internacional, se permitió la instalación de colonias de residentes extranjeros, y se cedieron de forma permanente a Gran Bretaña los territorios de Hong Kong y Kowloon. Además se garantizó a los súbditos de los Estados firmantes de los tratados la extraterritorialidad, de modo que casi todos los extranjeros en China quedaban bajo la única jurisdicción de sus consulados y sólo estaban sujetos a las leyes de sus países de origen. Todos los tratados presentaban una cláusula de nación más favorecida, bajo la cual cualquier privilegio que extendía China a una nación era automáticamente extendida a todos los demás Estados signatarios de los tratados. Con el tiempo se fraguó el control extranjero sobre toda la economía china. Los tratados marcaron los aranceles sobre los bienes importados por China en un máximo de un 5% de su valor. Esta disposición hizo que China fuera incapaz de recaudar suficientes impuestos sobre las importaciones, lo que impidió proteger a las industrias nacionales y promover la modernización económica.
Durante la década de 1850 se agitaron los cimientos del imperio por la rebelión Taiping, una revolución popular de origen religioso, social y económico.
La dinastía manchú, enfrentada a la realidad de tener que mantener relaciones con los más poderosos Estados occidentales y destrozada por una rebelión interna de proporciones sin precedentes, pretendió reformar su política para garantizar la supervivencia del imperio.
Durante las décadas de 1860 y 1870, en gran medida a través de los esfuerzos de los gobernadores Tseng Kuo-Fan y Li Hongzhang, se sofocó la rebelión Taiping, se restauró la paz interna, se establecieron arsenales y astilleros, y se abrieron varias minas. Sin embargo, los objetivos de mantener un gobierno confuciano y desarrollar un poder militar moderno eran básicamente incompatibles.
Una serie de guerras, con Francia, Gran Bretaña, Rusia y Japón, provocó no sólo su debilitamiento económico sino también territorial.
Hacia 1898 un grupo de reformadores ilustrados adquirieron gran influencia sobre el joven y abierto emperador Guangxu. Incitados por la urgencia de la situación creada por el aumento de las nuevas esferas de influencia extranjera, aplicaron un profundo programa de reformas diseñado para convertir a China en una monarquía constitucional y modernizar su economía y sistema educativo.
Este programa enfrentó a la oposición de la camarilla de oficiales manchúes elegidos por la emperatriz Cixi, que se había retirado poco tiempo antes. Cixi y los oficiales manchúes secuestraron al emperador y con la ayuda de jefes militares leales sofocaron el movimiento reformista. Se extendió por todo el país una reacción violenta, que alcanzó su punto álgido en 1900 con un levantamiento xenófobo de la sociedad secreta de los Bóxer, un grupo que gozaba del apoyo de la emperatriz viuda y de numerosos oficiales manchúes. Después de que una fuerza expedicionaria occidental hubiera aplastado la rebelión Bóxer en Pekín, el gobierno manchú se dio cuenta de la inutilidad de su política. En 1902 adoptó su propio programa de reformas e hizo planes para establecer un gobierno constitucional limitado, según el modelo japonés.
Poco después de la Guerra Chino-japonesa, Sun Yat-sen, formado según el modelo occidental, había iniciado un movimiento revolucionario dedicado a establecer un gobierno republicano.
Durante la primera década del siglo XX, los revolucionarios atrajeron a estudiantes, comerciantes chinos con el extranjero y grupos nacionales poco satisfechos con el gobierno manchú. A mediados de 1911 tuvieron lugar levantamientos y en octubre de ese año estalló la rebelión en Hankou, en China central, extendiéndose la rebelión a otras provincias, mientras Sun tomaba el control de la revuelta. Los ejércitos manchúes, reorganizados por el general Yuan Shikai, eran claramente superiores a las fuerzas rebeldes, pero Yuan sólo aplicó una presión militar limitada y negoció con los dirigentes rebeldes ser designado presidente de un nuevo gobierno republicano. El 12 de febrero de 1912 Sun Yat-sen cedió su puesto de presidente provisional en favor de Yuan y sumisamente los manchúes se retiraron del poder. El 14 de febrero de 1912 una asamblea revolucionaria reunida en Nanjing eligió a Yuan primer presidente de la República de China.
La República de China mantuvo una frágil existencia desde 1912 hasta 1949. Aunque se adoptó una Constitución y se estableció un Parlamento en 1912, Yuan Shikai nunca permitió que estas instituciones limitaran su control personal del gobierno. Cuando el recién fundado Partido Nacionalista, encabezado por Sun Yat-sen, intentó reducir el poder de Yuan, primero mediante tácticas parlamentarias y luego con la fracasada revolución de 1913, Yuan respondió con la disolución del Parlamento, la ilegalidad del Partido Nacionalista y el gobierno a través de sus conexiones personales con los dirigentes militares provinciales. Sun Yat-sen se refugió en Japón. Yuan, sin embargo, se vio forzado por la oposición popular a abandonar sus planes de restaurar el imperio y convertirse en emperador. Murió en 1916, y el poder político fue ejercido por los jefes militares provinciales. El gobierno central mantuvo hasta 1927 una existencia precaria y casi ficticia.

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